lunes, 23 de febrero de 2009

El libro que un peruano debió haber escrito


(El siguiente artículo salió publicado el 12 de noviembre en la revista peruana Porta 9. Disección literaria, escrito por el novelista peruano Carlos Calderón Fajardo. Complemento al final sus observaciones con unos comentarios míos. L.V.)



EL SÍNDROME FALCÓN: EL LIBRO QUE UN PERUANO DEBIÓ HABER ESCRITO

por Carlos Calderón Fajardo

Desde siempre ha existido en los países andinos una narrativa no realista sumergida. Siendo los realistas-sociales preponderantes, sin embargo, un conjunto de narradores escribían casi secretamente novelas y cuentos preocupados más por la forma que por el contenido, más atraídos por obsesiones individuales que por fantasmas colectivos. Abocados a contar historias poco relacionados con la realidad nacional, incluso creaban mundos puramente imaginarios o novelas cuyas acciones transcurrían en países lejanos; sin énfasis en los grandes problemas nacionales, en prosa más artística que inspirada en la jerga peruana, y descartando toda preocupación social. Ahora podemos constatar que era una tradición, una alternativa, en nuestra narrativa desde que casi sus inicios, siempre presente, minoritaria, casi clandestina. El realismo-social, con el magisterio de Mariátegui (y la ayuda teórica de Sartre), impuso el realismo-social comprometido (engagé), a tal punto que nuestros principales narradores, y la crítica, consideraban la narrativa no realista como productos de tono menor y de poco interés. Sin embargo, un día las cosas empezaron a cambiar. El realismo-social se hizo anacrónico y estallaron las mil flores. La tradición narrativa dio paso a manifestaciones diversas, el mismo realismo-social decimonónico evolucionó a formas neo-realistas tanto en su expresión andina como criolla, en especial alrededor del tema de la guerra interna. En ese momento, a mediados de los 90, un ensayo, un libro sustentando esa nueva narrativa de ruptura, no realista en el Perú, debió haber sido publicado. Eso no ocurrió. Recién tenemos esa obra indispensable, más vale tarde que nunca, pero no publicada por un peruano sino por un escritor ecuatoriano: Leonardo Valencia y su libro de ensayos El síndrome Falcón (Quito, Editorial Paradiso, agosto del 2008). Este libro es interesante para la literatura peruana por varias razones. Porque Leonardo Valencia vivió en Lima entre 1993 y 1998 y este libro se gestó, se escribió en parte en esos años, cruciales para Valencia en los que compartió con sus coetáneos peruanos amistad, ideas, posiciones estéticas. Nos estamos refiriendo a un grupo de escritores afincados en Lima que se atrevían a desafiar el canon realista-social. Estos narradores peruanos, que ahora frisan los 40 años (y que han alcanzado ya su madurez narrativa y vienen figurando a nivel internacional) eran hace quince años jóvenes escritores inéditos. Cualquiera de ellos suscribiría sentencias que aparecen en el prólogo de este libro de ensayos de Valencia: frases tales como: “Lo que importa a un escritor es su familia de afinidades y no una cuestión de sangre o de territorio porque no siempre coinciden”. O esta otra: “La mayor gratificación de la escritura es descubrir nuestro mundo imaginario”. O esta bellísima: “La palabra es sólo carnada para pescar algo que no es la palabra”. Y la frase con la que cierra el prólogo de El síndrome Falcón: “La literatura abre bailes que son puertas por las que se liberan sueños e imágenes. A estos no siempre los podemos controlar o manipular… esa fuga de una racionalidad estrecha y de un propósito convierten al arte de la ficción en una aventura”. Esta no es una reseña. Toda reseña es una simplificación. Los ensayos reunidos en El síndrome Falcón son de una riqueza tal que sólo me voy a referir someramente a algunos. El libro de Valencia está divido en tres partes. Una primera con ensayos sobre escritores que Valencia considera importantes en su formación y su poética. Una segunda parte sobre la literatura ecuatoriana, para terminar con un tercer bloque acerca de la escritura. El libro es sólido y compacto, y todos los ensayos convergen a la defensa de una poética. El libro también es importante para el lector peruano porque al reflexionar sobre sus autores preferidos, Valencia escribe sendos ensayos sobre escritores peruanos: Vargas Llosa, Ribeyro, Westphalen (otros ensayos son sobre algunos escritores que nos son entrañables: Borges, Cortázar, Buzzati, Lampedusa, Ishiguro, Aira, Vila-Matas, etc.) Cada ensayo es una piedra angular en un edificio en el que Valencia relee reconociendo ancestros y cimentando su posición literaria. El espacio es corto para comentar los ensayos de Valencia (algunos más logrados que otros). Nos referiremos a algunas ideas que Valencia formula sobre narradores peruanos que él considera importantes en su formación: Vargas Llosa y Ribeyro. El ensayo en el que se ocupa de MVLL es sobre su obra crítica, entonces Valencia reflexiona sobre el Vargas Llosa teórico literario. En cambio el ensayo sobre Ribeyro es sobre el lado humano del escritor. Del ensayo sobre Vargas Llosa sólo voy a mencionar una idea a través de la cual el Vargas Llosa realista es incorporado como aporte a una poética no realista. Dice Valencia que Vargas Llosa finalmente habría echado al trasto los demonios nacionales y los demonios personales (recordemos los demonios en las ideas de VLL) al afirmar que “El más importante de los demonios para un narrador es el de la forma por encima de los temas, elegidos o no”. En cuanto al ensayo sobre Ribeyro, que es menos interesante que el escrito sobre VLL, y esto porque Valencia se refiere al Ribeyro como ser humano y sin haberlo conocido personalmente en profundidad. Y como no lo conoció a fondo lo busca en sus Diarios. Para quienes conocieron a Ribeyro de cerca saben que él era uno en público y otro diferente entre sus amigos íntimos, frente a los cuales mostraba su verdadero rostro. De otro lado, personalmente pienso que los Diarios de Ribeyro son una novela, en la que el personaje es Ribeyro interactuando con una galería de otros personajes. Valencia cita una frase de Ribeyro que sí pinta a Julio Ramón de cuerpo entero. Dice JRR sobre sí mismo: “Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido, he allí algunas calificaciones que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca un gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”. Para Valencia, en la obra Ribeyro hay un mensaje oculto y se pregunta: ¿Cuál es este mensaje oculto? Estoy de acuerdo, nadie ha dado todavía con el mensaje oculto dentro de la obra de Ribeyro, más bien lo han rodeado de clichés sobre sus persona la mayoría equivocados. ¿Pero qué es el “Síndrome Falcón”? Es el título del ensayo medular del libro de Leonardo Valencia. Y muy interesante si los trasladamos al Perú. En este ensayo se menciona al crítico ecuatoriano Joaquín Gallegos Lara, el pontífice que sentenciaba quién valía y quién no en la literatura ecuatoriana. Descalificó a Pablo Palacio (ahora el escritor más importante del Ecuador) porque su obra se alejaba de los propósitos literarios del socialismo: utilizar la literatura como instrumento de denuncia. Joaquín Gallego estableció una regla para todo el que escribiera narrativa en Ecuador: cualquier trasgresión a esta regla no escrita fue vista como “una desviación alucinada, un desvío burgués, o una pretensión cosmopolita”. En palabras de LV, el escritor ecuatoriano debía sentirse obligado a elaborar retratos de su país (la novela como postal) con una finalidad reivindicativa, simplificando instrumentalmente su obra. ¿Pero quién es Falcón? Falcón Sandoval fue el hombre que durante años, y a falta de sillas de ruedas, cargó a Gallegos Lara. En una película sobre este personaje, sobre Falcón, cuando le preguntan por qué carga a Gallegos y no a otro, Falcón responde: “Porque cargándolo uno se siente importante”. El “síndrome Falcón” fue sufrido por la mayoría de narradores ecuatorianos y según Valencia este síndrome representó una traba para el desarrollo de la narrativa ecuatoriana y para su incorporación a la narrativa moderna. Por supuesto que suscribo muchas de las ideas de Leonardo Valencia, pero me voy a permitir algunas observaciones, o interrogantes que su libro me suscita: En primer lugar, me pregunto si pasar de una literatura realista a una no realista significa el desarrollo de una narrativa (¿existe la idea de progreso en la novela o el cuento?) Un enriquecimiento por supuesto que sí, ¿pero “desarrollo”? No sé si el caso ecuatoriano es similar al peruano, pero en la narrativa peruana el paso de una narrativa realista a una no realista, si bien ha significado un enriquecimiento muy significativo y saludable y necesario, esto no quiere decir que nuestra narrativa haya mejorado cualitativamente. Me parece que Vargas Llosa, Arguedas, Ribeyro, y más recientemente Alfredo Bryce, Edgardo Rivera Martínez, y Miguel Gutiérrez, por mencionar a algunos, no tienen un escritor no realista a su altura. En segundo lugar, el “síndrome Falcón” sería válido para el Perú si es que nuestros escritores realistas hubiesen sido realistas monolíticos, marxistas, o “sociales”. La mayoría de narradores relistas peruanos incursionaron al mismo tiempo en obras no realistas, cuentos fantásticos, hasta literatura de ciencia ficción. Pero la más importante objeción a la propuesta de Leonardo Valencia reside en que muchos escribimos en el Perú, desde el principio, vacunados contra ese síndrome. Aquí no hubo un Joaquín Gallegos pero si muchos “Falcones”. Y los hay hasta ahora en el periodismo y en el crítica académica. Antes fueron coletazos; yo mismo fui víctima de esos coletazos, pero yo y varios más nunca nos dejamos avasallar. Durante 30 años fuimos silenciados pero no acallados. Por encima de muchas presiones hicimos prevalecer nuestra libertad de elegir la forma de escribir que más se ajustaba a nuestra personalidad y a nuestros particulares fantasmas. Desde los 90 para adelante ya no son coletazos, son manotazos de ahogado. Y cuando hemos escrito obras realistas, como es mi caso, no lo hemos hecho para agradar a ningún crítico. Los mismos escritores realistas peruanos escribieron de esa forma porque así les nacía escribir, o porque pensaban que escribiendo así era la mejor manera de expresar lo que sentían. Vivieron su época con honestidad, como ahora muchos jóvenes, nuevos narradores viven la suya. Leonardo Valencia (1969) es autor de varios libros que lo colocan entre los escritores más interesantes en América Latina, con sus novelas El desterrado (2001) y El libro flotante de Caytan Dölphin (2006) y su volumen de cuentos La luna nómada (2004). Este escritor amigo del Perú, que vivió entre nosotros años decisivos en su formación y que tiene muchos amigos peruanos, nos acaba de ofrecer con El síndrome Falcón un libro muy rico de reflexión, provocador y que estimula el debate al interior de países con realidades muy similares, como son Ecuador y Perú. Todo lo que se escribe y se piensa en Ecuador nos implica y nos compete, y viceversa.

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Comentario al texto:


Conocí a Calderón Fajardo cuando viví en Perú. Apenas lo vi en un par de reuniones. Su artículo es el primero que discute mi libro de ensayos con observaciones pertinentes. Cómo sé de la disposición de Calderón Fajardo para el diálogo, tomo algunas de sus observaciones en el sentido que él le da a la asociación de mi reflexión vinculándola al Perú. Y quiero seguir la forma de una carta para acentuar la idea de diálogo:

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Querido Carlos:

Gracias por tus observaciones y reparos. De eso se trata. De plantear una conversación donde nadie se atribuye la razón, sino buscar la forma de hacerla bailar. He tardado en responder, estamos en febrero de 2009 y tu texto salió en noviembre del 2008. Mea culpa, lo sé. Sólo que cada vez me siento tan a gusto de ir sin prisa en la escritura. Cuando desaceleras el ritmo, todo lo que pasa al lado resulta evidentemente fugaz, y si no lo es, marcha contigo y conversa. Yo quiero detenerme, cada vez quiero detenerme más, quizá fijar algo, una coma, un espacio en blanco, acaso conversar contigo lo que no pudimos conversar en Perú.

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La experiencia de haber vivido en Perú a mediados de los noventa me permitió ver “casi” el mismo laboratorio literario de Ecuador, pero desde otra perspectiva. Las tensiones eran parecidas, no así las tradiciones. El talento de un realista como Vargas Llosa sentaba cátedra en una tradición, la peruana, que también pasó por las presiones ideológicas sobre la literatura. No olvidemos que la obra de Mariátegui siguió resonando en toda Sudamérica, y también en Ecuador. Pero algo se quebró en el Perú con esa fuerte individualidad y talento de sus narradores realistas, y aquí pienso en Arguedas, en Ribeyro, en Vargas Llosa e incluso en Bryce Echenique. El registro realista aquí se expresa en diferentes vertientes, incluso con un sesgo mágico en el sentido poético que tiene Arguedas en Los ríos profundos, o el sentido dramático y desdoblado de El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Todo esto ocurrió durante las décadas del 60 y 70 en Perú. En Ecuador no ocurría. Se había intentado. Los escritores ecuatorianos seguían sometiéndose a las presiones ideológicas. Sus obras, incluso por encima del discurso de sus autores, como en Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoumn, eran reflejos de esa presión interna, a veces esas obras eran desastres y otras veces despropósitos, por no hablar de la literal destrucción de la fuerza de un talento como el del ahora olvidado Humberto Salvador, y digo olvidado por la serie de novelas que escribió luego de sus primeros libros iniciales de vanguardia –los que han sobrevivido– y a los que abandonó por ese síndrome del que hablo. Queda todavía por hacer una revisión de ese y de muchos otros casos de autores ecuatorianos que apenas si se conocen precisamente porque escaparon de esa tradición realista, como el de la gran novela de Lupe Rumazo, Carta larga sin final, o las dos últimas novelas, bellamente fracasadas pero fulgurantes, de Pareja Diezcanseco, Las pequeñas estaturas y La manticora, entre otros autores.

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No creo, sin embargo, haber declarado o pedido que dejar atrás una literatura realista sea garantía de “desarrollo”, evolución o calidad. El realismo que critico es una vertiente llana del naturalismo que no sobrepasa sus preocupaciones por el tema o el retrato a las exigencias de la forma, la composición e incluso la prosodia. La novela realista puede incluir los dos ámbitos y dar estupendos resultados: allí tenemos las mejores novelas de Vargas Llosa. Mi preferida siempre será Conversación en La Catedral, pero ocurre que vuelvo a una que no por ser menor es menos sintomática de la ironía aplicada al realismo: La tía Julia y el escribidor.

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En El síndrome de Falcón hay una distancia del realismo con una crítica del realismo pero no un rechazo del realismo cuando este reconoce sus límites y no pretende absorberlo todo. Hablo de su peso ideológico y utilitario como forma de autocensura creativa, y del riesgo mundial, valga la paradoja, de los nacionalismos literarios, y de su gran delta de brazos derivados. Coincido en que no hay "desarrollo" en términos literarios, lo que quizás se pueda dar es una vuelta a la misma tuerca. No otra cosa es lo que ha pasado, por ejemplo, con la propuesta de Mario Bellatin en Perú (para mí sigue siendo un autor peruano, en el sentido más abierto y desprejuiciado del término, opuesto a aquel sobre el que ironiza la distanciación de Bellatin). Me resulta interesante que ahora precisamente Vargas Llosa quiera vincular su noción de realismo al “realismo” de Onetti, que tiene mucho de delirio y desdoblamiento sobre el discurso literario, en esa vía que nos viene desde el Siglo de Oro español y que resuena en Borges y, por qué no decirlo, en César Aira. Pero Vargas Llosa no puede apropiarse impunemente de Onetti por la vía de una noción de realismo abierto, y descuidar, por ejemplo, su sentido de la sintaxis narrativa nada “real” del uruguayo. En esa apropiación absoluta que pretende Vargas Llosa con el realismo me distancio de él. La misma operación se quiso dar en Ecuador con el caso de Pablo Palacio y su recuperación. La expresión “realismo abierto” me parece una trampa propia de las taxonomías, siempre incompletas: abre un forado tardío y ansioso en una casa que ya le ha cerrado las puertas.

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Cuando se elogia a la crónica y al periodismo latinoamericano, me alegro por los talentos que revelan esas obras, géneros en sí mismo, pero me apena cuando los escritores de ficción se arriman dócilmente a ese discurso, o acomodan sus obras a esos parámetros, como si tuvieran miedo a la ficción o se sintieran menos o desautorizados por olvidarse de la “realidad”. La realidad o el compromiso no valen como medallitas en el cuerpo de la novela; la hacen sentir importante, y a veces hasta sirve para abrir el apetito a un jurado escéptico o aburrido, o a lectores apoltronados en sus cargos de conciencia. Con realidad o no, la novela fracasa si no piensa, sobre todo, en sí misma.

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Quizá en el fondo de toda esta cuestión de la literatura frente a la realidad de un país nos encontremos con una tensión entre ética y moral: el peso de esperar que una moral patriótica o identitaria se sobreponga a la ética literaria de un escritor, que finamente es un individuo, que finalmente hace sólo una obra, que finalmente no es hijo estricto de un solo país y de una sola cultura, y que, por lo tanto, no es pertinente reconducir su obra a un solo territorio porque pudo haber elegido o incorporado otros más.

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A mí me interesaba apuntar algunos matices y problemas de una noción de realismo que todavía se considera un valor non plus ultra. Esto incomoda, y en América Latina mucho más, pero está bien que incomode para que al menos la lectura de una novela se vuelva menos complaciente. No sé si lo he logrado con El síndrome de Falcón, pero en cualquier caso es un libro donde no sólo se discute sobre eso sino sobre una serie de autores que para mí son muestras y logros que superan una dicotomía de blanco y negro, realistas y fantásticos, costeños y andinos y que me estimulan siempre: Kazuo Ishiguro, Dino Buzzati, Aira, Adonis (el caso de Adonis frente a la tradición coránica es un ejemplo de libertad), Vila-Matas, la incertidumbre de Ribeyro frente a la novela, la "imposible novela" que decía él, entre otros autores. Y sí, Carlos, creo que tienes razón, fallé en acercarme al Ribeyro real por sus diarios -nunca fui amigo suyo, apenas pude hacerle una entrevista-, pero quizás era necesario que yo falle para que se perciba que su diario, La tentación del fracaso, es una gran invención literaria por encima del documento que se espera de una visión realista sobre un "diario".

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Ahora que lo pienso, fue precisamente la obra de Ribeyro la que me hizo dudar de la novela, de la forma novela en código realista como un absoluto. Llegué a Perú con lecturas muy presentes de Vargas Llosa y me fui de Perú con lecturas inquietantes de Ribeyro. Por no mencionar los desdoblamientos irónicos de los poetas peruanos frente a la “realidad” de su país. Ahora mismo creo que Ribeyro da el paso entre un realismo llano a una forma que hace vibrar las fronteras del realismo. Y para eso tuvo que abandonar la novela, o una idea de novela. Le quedaron fragmentos. Ese brillo tenue ilumina más de lo que sospechaba.

Gracias por tu crítica.


Leonardo Valencia

viernes, 9 de enero de 2009

Antonio Tello comenta

Mi (re)lectura de la semana: El síndrome de Falcón




por Antonio Tello*




El artista que reflexiona sobre el acto creador y, en el caso del poeta o narrador, sobre la escritura define para sí y para los demás su preocupación por conocer la mecánica celeste que rige su universo y la naturaleza de la materia con la que éste ha de construirse. En El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008), Leonardo Valencia reúne una serie de ensayos, entrevistas y notas que suponen una toma de posición ante la lengua, la creación y la tradición literaria hispanoamericana.
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A su condición de narrador, LV suma la de ensayista al dotar a sus piezas de análisis y observación de una tensión dramática que arrastra al lector como si fuesen relatos de ficción. En este sentido no es gratuito que el primer ensayo se titule "Tribu errante" y el punto de partida sea Seis personajes en busca de autor, de Luigi Pirandello, trayendo a colación un desencuentro de traducciones.

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Tras sus atinadas observaciones acerca de un edificio literario hispanoamericano cuya vitalidad que trasciende todo intento de realismo se sostiene sobre fundamentos poéticos («...Se produce una pérdida se se entroniza a la novela como el eje de la literatura latinoamericana, deslindándola de sus provechosas relaciones -marcadas por la tradición- con el cuento, la poesía, el ensayo y el teatro»), LV atraviesa con su mirada las obras de los grandes creadores, desde Borges a Jabés, desde Lezama Lima a Agustín Cueva, para afrontar lo que denomina el síndrome de Falcón. Una tendencia circunstanciada por la historia y la política del continente que ha actuado como lastre de la creación y formado poderosas sectas entre poetas y narradores hispanoamericanos. El síndrome de Falcón es la carga -el peso de Anquises- que pesa sobre la literatura latinoamericana y que se define por esas obras surgidas del realismo socialista. Una corriente que malogró (y aún malogra) muchas obras por imponer el axioma según el cual la literatura es «para denunciar [la cursiva es mía] la realidad».
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Antonio Tello (Argentina, 1945) Escritor y periodista. Ha publicado las novelas De cómo llegó la nieve (Tusquets, 1987), El hijo del arquitecto (1992) y Los días de la eternidad (1997), así como los libros de cuentos El día en que el pueblo reventó de angustia (1973) y El interior de la noche (Tusquets, 1989).

jueves, 9 de octubre de 2008

Kazuo Ishiguro y la novela




(tomado del ensayo "Ishiguro, el otro rostro de la novela", incluido en El síndrome de Falcón)


En Los inconsolables Ishiguro apostó por esa condición de inclasificable, lo que significó, si no un fracaso editorial, una marcha para atrás en la repercusión mediática de su obra. En cualquier caso, no se han repetido los éxitos anteriores de reedición y traducción de novelas como Un artista del mundo flotante, o Los restos del día. Que la capacidad de riesgo artística y el talento innovador, cuando es real, no siempre tienen una acogida inmediata se repite en el caso Ishiguro como en tantos otros de la historia del arte. Lo que sí sorprende, por ubicarse al margen de los usos actuales, es que el propio autor haya decidido, a una edad relativamente temprana, cuarenta y un años, ir conscientemente en contra de su propio éxito, y que parte de la lógica de su desarrollo artístico implique una refutación de su sistema anterior y un rechazo tajante, no a los lectores ganados previamente sino a la lectura viciada e incompleta que los ha hecho posibles. El Escritor contra su Éxito es una variante no de la honestidad, sino de una defensa extrema del trabajo ante una lectura viciada. Esta actitud de renuncia y ataque es más llamativa cuando comprobamos que el mismo autor ha decidido recuperar el camino perdido y ha vuelto, por decirlo así, a la normalidad con su novela, Cuando fuimos huérfanos, publicada en el año 2000. Pero ya es imposible volver. Su sistema literario ha sido inoculado por la ruptura: la definición tan enfática de los referentes de Cuando fuimos huérfanos—Londres, Shangai, 1930— se desdibujan gradualmente frente a la extrañeza de las situaciones que debe afrontar su narrador «detective», Christopher Banks. En ese paréntesis abierto con Los inconsolables hay una fisura, un signo de destrucción en el que quisiera detenerme para hacer algunas consideraciones.
El siglo veinte ratificó que la novela siempre debe cumplir una destrucción positiva para renovarse. También demostró que su arte no es un movimiento en sentido único e irrepetible, y que en el fondo lo que la novela ha hecho es reciclar materiales y recursos limitados en un mecanismo combinatorio. No coincido del todo con lo que ha dicho Jonathan Franzen de que la autoridad de la novela en el XIX y principios del XX era un “accidente de la historia” por el hecho de que no tenía competidores. Su observación es sugerente pero inexacta. Los competidores eran otros y ahora no son visibles porque las novelas que han sobrevivido supieron superarlos, o incluso algo más inquietante: los competidores vencieron y la novela sobreviviente es la que supo adaptarse a los vencedores (tomemos como ejemplo el dominio del cine narrativo convencional que adapta con éxito novelas realistas del XIX y XX, como lo hace James Ivory). Hay, sin embargo, una línea novelística que opta por socavar, desde adentro y sin exhibicionismo, los presupuestos del código previamente aceptado, poniendo un pie en la representación tradicional para, desde allí, deslizarse hacia una representación del espacio que se dilata y contrae, relativizándolo. Su interés no consiste en masificar el asombro ante el sabotaje, sino en volatilizar materiales nobles en un área restringida, pero para volver a utilizarlos en una construcción nueva y con otro sentido de habitación. Las posibilidades de aceptación de un código disolvente en una cultura cada vez más codificada lo ubicará necesariamente en un territorio restringido, en una minoría. La única manera de evitar esa restricción sería la de utilizar los códigos ya aceptados, aprovechando el canal de entrada de las convenciones, una subversión desde adentro, desde un territorio aparentemente reconocible, desde una máscara. Una máscara que, llegado su momento, deberá estallar en pedazos.

martes, 26 de agosto de 2008

Reflexiones narrativas de José de la Cuadra




(tomado del ensayo "Hay un escritor escondido en la acuarela" sobre el escritor ecuatoriano José de la Cuadra, incluido en El síndrome de Falcón)


"Vladimir Nabokov, describía el proceso por el que viajan
los perturbadores diamantes de las historias:
«Recuerda que cuanto te dicen
llega a través de tres metamorfosis:
construido por el narrador,
reconstruido por el oyente,
oculto a ambos por el protagonista, ya muerto, del relato.»
Lo sugerente de la observación de Nabokov, que consta
en su novela La verdadera vida de Sebastian Knight, son
los verbos que asocia con las Tres Etapas del proceso narrativo.
El protagonista oculta, el oyente reconstruye y el
narrador construye. Con esto se pide tener presente que el
mundo incluido en la ficción no es la realidad, sino que es
otra realidad. Y se lo pide no para perder esa fe simple y
ciega en la literatura, llamada verosimilitud, sino para ganar
en el placer laico de descubrir las sutilezas de la ficción.
La realidad en la que se origina una historia siempre
está oculta en el sentido de que nunca se la conocerá ni
exacta ni completa. Si una historia llega a nuestros oídos
es porque ya ha sido modificada.
(...)
José de la Cuadra (1903-1941) quiere escapar
del papel de oyente talentoso, pero ya que no lo puede del
todo deja botellas de náufrago y guiños a lo largo de sus
cuentos. En “La caracola” da cuenta de su frustración como
narrador oral, cuando percibe que sus oyentes no entienden
la historia de amor que les ha contado. «Narrador
incomprendido —dice en “La caracola”—, la escribo ahora
para el lector».
Este recurso es un doble juego. Al confesar su problema,
gana en verosimilitud. No sólo que la historia es real,
sino que además es real porque el narrador tuvo ciertos
problemas. De manera que el cuento aborda dos temas: la
historia de amor con la caracola y la historia del narrador
frustrado. En este punto José de la Cuadra destaca con su
brillo particular. Hace de sus relatos no sólo el retrato del
litoral costeño sino una exposición de la metamorfosis
inevitable que experimenta la realidad en manos de la literatura.
Y precisamente cuando da ese salto, como en el
cuento “Guasintón” —cuento homónimo del que quizás
sea su libro más representativo bajo este enfoque— o en la
primera parte de su novela breve, Los Sangurimas, lo reco-
nocemos porque expone una conciencia muy precisa de
que está recorriendo el camino del creador de ficciones:
prescindir de todo tipo de alarde superfluo, de todo documento
o prueba tras el cual escudarse, que no sea la cohesión
de una voz debidamente construida. Así, en “Guasintón”
el lenguaje es de una limpieza extrema. No recrea los
coloquialismos de sus testigos más allá de lo estrictamente
necesario, hasta casi prescindir de ellos, y la dimensión
que da a lo que narra alcanza el esplendor vivo, atemporal,
de unas palabras precisas que parecen escritas hace
sólo cinco minutos sobre un legendario lagarto que podría
ser cualquier monstruo de la literatura universal: «En las
orillas su fama era casi mítica. Había para él una suerte de
veneración, muy parecida a la religiosa. Comenzó todo
por hacer asustar a los niños con su nombre terrible, y luego
el miedo se contagió a los mayores. Como suele ocurrir,
de ese miedo se engendró una superstición, y de ésta
algo como un culto.» Aquí ya no habla el montuvio, tampoco
el oyente que señala groseramente con el dedo hacia
un lugar del monte, sino un narrador que sabe que en la
tres etapas del mito —primero miedo, luego superstición
y finalmente culto—, lo que también está ocurriendo es
una metamorfosis narrativa: el miedo se oculta, la superstición
se reconstruye y el culto se construye.
(...)

Lo que sigue aportando
José de la Cuadra en la mayoría de sus cuentos es el
destello de lucidez sobre el arte de la narración. Hay cuentos
más o menos logrados, cuentos que son lo mejor de
cualquier literatura naciente y otros que agradan como
primorosas acuarelas de un tiempo y un lugar de Ecua-
dor. Ningún joven escritor aprendería a escribir imitando
estos cuentos, pero sí tendrá en ellos la oportunidad para
observar cómo funcionan el traslado y la metamorfosis de
una materia que parte del barro para convertirse en una
limpia escultura de lenguaje.
José de la Cuadra tenía este conocimiento tanto como
el Nabokov que habla de las Tres Etapas y del oculto e
inalcanzable protagonista del relato. En Los Sangurimas se
dice: «Todas estas narraciones no son sino variantes de
una sola, con alguna base cierta, cuya exacta ubicación de
origen no se encontrará ya más». Los Sangurimas se publicó
en 1934, seis años antes de La verdadera vida de Sebastian
Knight
. Esto no es plagio ni influencia, sino la feliz, coincidente,
perspicaz reflexión de dos escritores interesados no
sólo en qué contar sino en cómo contarlo. El desterrado
ruso en Cambridge y Berlín nunca se cruzó con el abogado
guayaquileño que meditaba cuentos al vaivén de una
hamaca.

sábado, 26 de julio de 2008

El tiempo de los inasibles




(tomado del ensayo "El tiempo de los inasibles" donde se abordan casos de narrativa latinoamericana que se desarrollan en otros países diferentes al país natal del autor)


(...) para una revisión de este fértil terreno inasible de las literaturas errantes de Latinoamérica –y esta condición inasible de su errancia es precisamente la que sostiene su fuerza imaginativa y las nuevas tensiones a las que se somete al idioma– propongo a continuación una brevísima selección de obras que han incorporado el diálogo con otros escenarios temáticos (Europa, Asia, África, Estados Unidos), y que apuntan la ductilidad del español como lengua para atravesar fronteras. Las listas son inevitablemente incompletas, y muchas otras obras deben añadirse. En este ejercicio de suma, que no de resta, sigue radicando la clave para la comprensión de la literatura latinoamericana: la superación de una línea literaria excluyente por una convivencia plural de caminos simultáneos. Queda ahora la tarea crítica de estipular lo que caracteriza a cada una de estas obras y el sesgo que cumplen dentro de esta otra tradición latinoamericana, tan arborescente como errante.


1950-1980: Los pasos perdidos, Alejo Carpentier; Bomarzo, Mujica Laínez; Rayuela, Cortázar; Farabeuf, Salvador Elizondo; Morirás lejos, José Emilio Pacheco; El mundo alucinante, Reinaldo Arenas; El buen salvaje, Eduardo Caballero Calderón; Maitreya, Severo Sarduy; La pérdida del reino, José Bianco; La sinagoga de los iconoclastas, J.R. Wilcock, Las posibilidades del odio, María Luisa Puga; Terra Nostra, Carlos Fuentes; El jardín de al lado, José Donoso.


1980-1989: Testimonios sobre Mariana y Reencuentro de personajes, Elena Garro; La vida exagerada de Martín Romaña, Alfredo Bryce Echenique; Karpus Minthej, Jordi García Bergua; La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa; La tejedora de coronas, Germán Espinosa; No pasó nada, Antonio Skármeta; El entenado, Juan José Saer; El escarabajo, Manuel Mujica Laínez; El portero, Reinaldo Arenas; La internacional argentina, Copi; Los perros del Paraíso, Abel Posse; Los nombres del aire; Alberto Ruy Sánchez; Domar a la divina garza, Sergio Pitol; La diáspora, Horacio Castellanos Moya. 1990-1999: Novela negra con argentinos, Luisa Valenzuela; Santo oficio de la memoria, Mempo Giardinelli; El origen del mundo, Jorge Edwards; El copista, Teresa Ruiz Rosas; El viajero de Praga, Javier Vásconez; El congreso de literatura, César Aira; Agua, Eduardo Berti; Mambrú, R.H. Moreno- Durán; Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, José Manuel Prieto; Los detectives salvajes, Roberto Bolaño; El río del tiempo, Fernando Vallejo; En busca de Klingsor, Jorge Volpi; El libro de Esther, Juan Carlos Méndez Guédez; La mentira de un fauno, Patricia de Souza; La mujer de Wakefield, Eduardo Berti; La orilla africana, Rodrigo Rey Rosa.


2000-2008: Tu nombre en el silencio, J. M. Pérez Gay; La disciplina de la vanidad, Iván Thays; Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, Jesús Díaz; Shiki Nagaoka, Mario Bellatin; Amphytrion, Ignacio Padilla; La familia Fortuna, Tulio Stella; La casa de los náufragos, Guillermo Rosales; Mantra y Jardines de Kensington, Rodrigo Fresán; Hipotermia, Álvaro Enrigue; La materia del deseo, Edmundo Paz Soldán; Los jardines secretos de Mogador, Alberto Ruy Sánchez; Libro de mal amor y Neguijón, Fernando Iwasaki; La fiesta del Chivo, El paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa; Varamo, Una novela china y El mago, César Aira; Los impostores y El síndrome de Ulises, Santiago Gamboa; Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez; El fin de la locura y No será la Tierra, Jorge Volpi; La sexta lámpara, Pablo de Santis; Wasabi, Alan Pauls; Una tarde con campanas, Juan Carlos Méndez Guédez; La viajera, Karla Suárez; El futuro, Gonzalo Garcés; Todos los Funes, Eduardo Berti; El corazón de Voltaire, Luis López Nieves; 1767, Pablo Soler Frost; El huésped, Guadalupe Nettel; Electra en la ciudad, Patricia de Souza; La sociedad trasatlántica, Alfredo Taján; 2666, Roberto Bolaño; Cuaderno de Feldafing, Rolando Sánchez Mejías; entre otros...

Un encuentro con Roberto Juarroz




(tomado del reportaje "Juarroz en el extremo del lenguaje" donde se entrevista al poeta argentino en Lima, el año 1994)


¿Qué lo llevó a concebir el proyecto de Poesía Vertical como un solo libro de poemas que va creciendo siempre bajo el mismo título?
No es un proyecto. Es un acercamiento progresivo a una forma de expresión. Es algo parecido a eso que llamamos cómodamente la intuición: la percepción inexplicable de que el camino está hacia ese lado. Y después poco a poco uno trata de explicar. Por ejemplo, de que no hay poesía sin pensamiento, sin imaginación, y, al mismo tiempo, sin sentimiento. En cambio, hay algunos que creen que con un poco de erudición o sentimentalismo están aptos para escribir poesía, o con un poco de repetir el lenguaje de todos los días ya hay poesía. Y no la hay.


A Heidegger le habría gustado su Poesía Vertical, quizás porque la concepción heideggeriana de que el lenguaje constituye la “casa del ser” está muy vinculada a su propio enfoque poético.


Usted ha tocado un punto muy sensible en mí: el sentimiento de lo que Heidegger planteó y dijo en relación con la poesía y el lenguaje. Yo comparto totalmente que el lenguaje es la casa del ser. Dicho de otra manera. No hay ser sin lenguaje para el hombre. Si en algún otro reino o plano existe alguna forma de ser, sin el lenguaje, no lo sé. Pero aquí, el lenguaje, en último término, es una búsqueda del ser, y de alguna manera alberga al ser. Para mí lo más misterioso, lo más rico de sentido -no de sentido que podamos explicar sino de sentido posible- es el hecho, la experiencia de esto que llamamos lenguaje. ¿A qué se debe que nosotros a través del lenguaje tratemos de expresar cosas, de decirnos? Hay detrás de esto una especie de necesidad y misterio que no podemos nunca definir bien del todo.

martes, 24 de junio de 2008

Westphalen y el volcán







(tomado del reportaje "Westphalen escribe mientras ruge el volcán" sobre la participación del poeta peruano en un encuentro de escritores en Lima)




“La poesía —definió— es una de las actividades más
desinteresadas, exquisitas y turbadoras del espíritu. La
que con mayor aproximación refleja la complejidad e incerteza
de nuestro destino”.
Su discurso, por momentos, se detenía. Pero después
tomaba fuerza con una oscura admonición:
“No hay que ceder ante la tentación de la bestia que
nos ronda. No nos queda sino estar alerta a no contagiarnos
de la horripilante acumulación de crímenes asumidos
en nuestra época por individuos, grupos, sectas, partidos,
estados, comunidades enteras. El volcán ruge. Mientras
ruja tenemos tiempo para la danza, el canto y la poesía. Si
viene la lava nos cogerá en nuestro mejor momento”.
El auditorio contemplaba el esfuerzo de Westphalen,
la energía que trataba de extraer de su debilidad. Le faltaba
luz dirigida para leer su escrito, se desorientaba en la
fatiga, y acaso lo hería la iluminación del aula magna de
la Universidad de Lima enfrentada a sus ojos. Durante las
presentaciones previas había permanecido con el rostro
cubierto por su mano izquierda, nervosa y de largos dedos
de pianista, como si le doliera exhibirse en público. Y
cuando sentía próximo el acoso de un fotógrafo, se cubría
más el rostro con su mano. Al final del evento, después
del largo aplauso de todo el auditorio de pie, el poeta se
retiró a paso lento, indeciso. Un abrigo color mostaza lo
cobijaba con suavidad. Y hasta una bufanda de lana parecía
pesarle. Afuera lo esperaba una silla de ruedas. No habló
más. No miró a nadie. Antonio Cisneros junto a otras
dos personas lo acomodaron como a un abuelo querido en
la silla de ruedas. Emilio Adolfo Westphalen se alejó del
tumulto de poetas y periodistas. No sabríamos decir si
pensó que el acoso final por escucharlo en público valió la
pena. Seguramente, a último momento, lo encontró inútil.
No fue así para los que nos quedamos." 1994.